cuatro kilos cuatrocientos

Esa mañana me pusieron una capelina, el vestido con el pecho fruncido y los zapatos que use en mi cumpleaños de 5. Mientas me peinaban pregunte por mi mamá pero no había vuelto. Recordé que la había visto salir la noche anterior, subiéndose al auto con una de sus amigas. Llevaba sus lentes gruesísimos – de culo de botella decia ella- y el bolso. me saludó desde la calle, con la puerta ya abierta. me había dicho que ya volvía.

Me subí con mi tía y algunas de mis primas en un taxi azul platizado. Por entonces eran de ese color en Neuquén; después – en una de esas con afán de imitar a la capital- los pintaron de amarillo. Llegamos y me di cuenta de que estábamos en la puerta de la clínica porque mi mamá trabajaba ahí. Conocía ese lugar como a pocos. Su olor a alcohol me sabía al de la chocolatada con media lunas que me comía en el escritorio de mi mamá, mientras ella me pedía que no las sopee.

Subimos por la rampa, atravesamos la puerta de hierro con ventanas de vidrio texturado con pequeños cuadraditos. Caminamos por el pasillo y nos subimos al ascensor. Se cerraron las puertas enrejadas para reabrirse en el 4 piso. Hicimos algunos pasos y llegamos a una habitación con cortinas beige. Había un sillón de esos bien cuadrados, ochentosos; una mesa de luz alta y con rueditas; y una cama de hospital con sábanas blancas. Ví a mi mamá parada, semisentada en el colchón, tenía los ojos en una cuna plástica. Me miró, estaba un poco pálida y tenía puesto un camisón. Se sonrió y me dijo que me acercara para conocer a la bebé. Hacía unos meses me habían preguntado como quería que se llame. «Laura» -dije.

Le había hablado tanto de lo bien que se la pasa en bicicleta, en el baldío. Y ahora estaba ahí, tan inmóvil, como exhausta.  Me costaba imaginar cómo es que había logrado atravesar esa pared de piel, esa panza con ruidos de pescados apretados.  Tenia un vestido blanco y eso la hacía ver aún más colorada.

Me dijeron que me sentara, que le iba a hacer upa. Me sudaban las manos y se me enredaron los pies camino al sillón. Me senté y alguien la tomó en brazos, se me aproximo, la recostó en los míos. Mientras la observaba sólo podía sonreírme. Estaba ahí, era ella. Laura le puse.

Me sacaron una foto. Pesó cuatro kilos cuatrocientos.

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